El mundo que hemos creado
Blanca de la Torre
El 21 de enero de 2013 The Guardian publicó una entrevista a Thich Nhat Hanh, monje vietnamita y maestro zen, que afirmaba que solo la compasión y el amor podrán salvarnos ante la amenaza del cambio climático (1). Mucho antes de que se expandieran por doquier las teorías de la interconexión de todas las formas de vida, el budismo ya señalaba la importancia de entender el planeta de manera holística.
A simple vista podríamos pensar que el cambio climático y el coronavirus son dos hechos sin vínculo aparente. Craso error: se trata de dos hechos tan íntimamente relacionados, que tal vez la reclusión forzosa de estos días nos ayude a dilucidar alguna parte de este complejo ensamblaje. Para empezar todo tiene que ver con el mundo que hemos creado, con la insostenibilidad de un planeta que se cae a pedazos. Cuando no hay equilibrio en el entorno natural, las relaciones humanas se desploman.
Es por ello que para poder entender mejor esta interconexión deberíamos revisar nuestra noción de sostenibilidad e incluir en ella aspectos como impedir la privatización y externalización de los recursos públicos, analizando cómo hemos construido un sistema económico que ha destruido las relaciones de cercanía, que ha boicoteado la autosustentabilidad y el funcionamiento autónomo local. Sostenibilidad es no permitir la contaminación del aire, del agua y del suelo y toda esa suerte de fertilizantes y pesticidas que han vuelto -de manera directa e indirecta a través de los alimentos que comemos- a nuestros organismos más vulnerables. Tiene que ver con un sistema de patentes farmacéuticas en manos de grandes fortunas que abren, cada día más, una ignominiosa brecha entre ricos y pobres. Sostenibilidad es un buen sistema de transporte público que no sature metros y autobuses, o mejor aún: un buen carril bici que en esta ocasión habría minimizado el gran número de contagios. Sostenibilidad es la protección de derechos laborales que no nos dejen indefensos ante una situación de incertidumbre temporal, y que asuma medidas especiales de prevención para los colectivos más vulnerables. Sostenibilidad es justicia, y eso implica un acceso igualitario a los recursos de primera necesidad.
Si asumimos y ampliamos la definición de lo sostenible, a la hora de analizar la situación actual, podremos afirmar que la crisis del coronavirus es también la crisis de un sistema alimenticio donde la biopiratería y los transgénicos campan a sus anchas, donde hace mucho tiempo se cruzaron todas las líneas rojas. Llevamos muchos años de sordera ante las alarmas. Previa a la actual, ya existía una pandemia mucho más vírica y peligrosa que se ha ido contagiando a través del modelo de globalización propio del sistema capitalista–al que pertenecemos y del que somos cómplices-, y que podemos señalar como principal responsable de la crisis del COVID-19.
Este sistema es el que ha propiciado un orden mundial desequilibrado y demente, con una sociedad postcapitalista que ha naturalizado el imperialismo corporativo, la gula económica, la ruptura de los lazos humanos e interespecies, y la desestabilización de un planeta que llevaba décadas pidiéndonos a gritos un cambio de paradigma. Tiene que ver con un mundo antropocéntrico y heteropatriarcal, donde las relaciones coloniales se perpetúan a través de otro tipo de colonialismo, el corporativo, y donde seguimos en el empeño de mantenernos en un falso trono regio de un planeta manipulado a nuestro servicio y donde el resto de los seres que lo componen son agentes secundarios.
Puede que esta crisis planetaria sea un susto —llamémoslo así—, una llamada de atención para detenernos, para cesar en nuestro empeño de hacer subsistir un modelo de mundo insostenible. Visibilizar los síntomas de una enfermedad contraída a raíz de intentar construir un palacio sobre el lodo.
Son muchas las voces que han intentado minimizar toda la situación previa. No estaría de más dar una segunda oportunidad a la presidenta de la Comunidad de Madrid, la señora Ayuso, cuando afirmaba que la contaminación no mata a nadie cuando ya son más de cinco mil las personas fallecidas por el coronavirus (2), muchas de las cuales padecían afecciones respiratorias.
¿Es necesario que la humanidad contenga la respiración para que respire el planeta?
Uno de los efectos que ha tenido esta pandemia ha sido lo rápido que se limpió la atmósfera de China tras el obligado parón de producción. Pero aún no nos hemos planteado que un planeta resiliente podría haberse enfrentado de hecho con armas mucho más fuertes a la distopía del actual escenario.
Si trasladamos estos efectos al mundo de la cultura podríamos preguntarnos qué atmósfera será más límpida tras el cierre de los grandes museos o la cancelación de eventos culturales relevantes. Lo cierto es que hemos perdido, de un modo u otro, espacios que creíamos nuestros y ahora tenemos la obligación de plantear una reflexión profunda sobre aquellos y sobre nuestros modos de actuación.
Según el economista Serge Latouche, uno de los mayores exponentes de las teorías del decrecimiento junto con Carlos Taibo, el concepto de crecimiento es en realidad un concepto extraño, una excepción al compararse con otras culturas humanas no occidentales. El ámbito artístico no ha sido ajeno a estas lógicas y criterios imposibles de “crecimiento continuo”. Tras la crisis económica, que se inició hace más de una década, nos hicieron creer que austeridad y precariedad eran sinónimos. Veníamos de un periodo marcado por la construcción de museos fuera de escala, que desembocó en la ausencia de pequeños centros o instituciones de tamaño asequible, con equipos modestos y eficientes, donde no sería necesario producir varias exposiciones simultáneamente, ni programar blockbusters.
Pero estas instituciones no surgieron con la crisis, y se mantuvo un modelo regido por el mercado, en el que las ferias empujan a galerías y artistas a un ritmo frenético de producción, venta y socialización difíciles de aguantar sin una buena dosis de ansiolíticos o gin-tonics. Este régimen fundamentado en la continua producción para abastecer esta miríada de ferias, exposiciones y eventos formulados en base al hiperconsumo cultural, en el que se prioriza una obsesiva pasión por lo nuevo, no ha dejado tiempo para la reflexión y ha repudiado trabajos a los que la pátina del tiempo podría haber ofrecido matices diferentes. El objeto artístico parece contaminarse por la obsolescencia programada, como si hubiese caído en las redes de la cheap-fashion artística.
Este concepto perverso es el que fuerza que la trayectoria de los artistas esté regida por líneas ascendentes improbables, perpetuando un sistema que condena a los creadores culturales —de cualquier tipo— a ser meros productores de objetos, relegando su cometido esencial: producir conocimiento, desarrollar ideas, y fundamentalmente ofrecer otras visiones que ayuden a comprender el mundo y el modo en que nos relacionamos con él, de manera justa y resistente contra el statu quo, en lugar de perpetuarlo y legitimarlo.
Pero en vez de ser agentes de resistencia nos vemos abocados a formar parte de ese universo de bienales, documentas y festivales que, pese a lo que preconicen, están lejos de ser espacios sostenibles y cuya participación se nos ofrece como la piedra angular de nuestra carrera. Y guiados por esa promesa nos embarcamos en ritmos vitales en donde el éxito de nuestras biografías parece ser legible a través de la huella de carbono.
Escribo estas líneas en un avión regresando de Delhi, y anotando sobre la parte trasera del impreso de mi vuelo a Belgrado, ese que no podré coger al día siguiente debido a la expansión del coronavirus. (Me escudo en que hace años decidí volar exclusivamente por trabajo, como si semejante pretexto fuera suficiente).
Pero esa promesa de bienestar que hemos aceptado se confunde con algo más perverso. El propio Latouche señalaba que el crecimiento de la riqueza era el medidor de un nuevo bien intangible que emergía en la Europa del s.XIX: la felicidad.
Decía Quevedo que lo mucho se vuelve poco por desear un poco más y esta máxima es la que hemos trasladado al mundo de la cultura. Las consecuencias de este deseo y el consiguiente modelo de desarrollo cultural ha dado como resultado museos, festivales y eventos insostenibles, almacenes colmados de obras olvidadas, estrés y deterioro de la salud, por no hablar de una producción de residuos, emisiones de CO2, gasto energético y dispendio sin precedentes. Un modelo de consumo capitalista que llevamos décadas arrastrando y en el que participamos a un ritmo frenético.
En 1973, Ernest Friedrich Schumacher publicó el libro Lo pequeño es hermoso: economía como si la gente importara, una suerte de oda a las pequeñas cosas, en la que criticaba el empleo del PIB para medir el bienestar humano. En este libro el autor desarrolla una filosofía bastante alejada del mundo del arte al que pertenecemos, donde difícilmente se valoran como es debido las pequeñas exposiciones, los pequeños proyectos, las pequeñas publicaciones. ¿Servirá el Covid-19 para emprender el tan necesario camino del decrecimiento en el ámbito de la cultura? ¿Qué lecciones aprenderemos desde nuestro sector tras una crisis como la de esta pandemia que no hace sino evidenciar las fracturas endémicas de nuestra sociedad?
Nuestro ámbito no tardó en incorporar en su vocabulario la retórica de las prácticas colaborativas, del concepto de lo “público”, de los “comunes”, de los “afectos” y los “cuidados”, de resiliencia, empatía, solidaridad, justicia… y puede que haya llegado el momento de entender la dimensión real y verdadera de estos conceptos.
Una de las etiquetas que podríamos revisar es la de las “estéticas relacionales”, para preguntarnos donde están durante esta crisis todos esos artistas que trabajaban ofreciendo comida como parte de sus proyectos. ¿No podrían cocinar ahora para los que no tienen ni comida ni posibilidad de movimiento? Qué podemos hacer como sector y como individuos para ser útiles a esa sociedad más allá de apelar a la justicia y la solidaridad.
Ya han surgido pequeñas iniciativas como la red de pequeñas librerías madrileñas que están enviando o llevando personalmente pedidos para hacer que sirvan de compañía estos días (3) o Museos como el MNCARS que desde su red de twitter esta facilitando enlaces a visitas virtuales, emisiones de radio o pdfs de los catálogos de exposiciones que se encuentran cerradas en este momento (4). Pero estas acciones no dejan de ser anecdóticas frente al estado crítico de una situación ante la cual la mayor parte de los museos y centros de arte han optado por el silencio y la espera.
La pandemia afecta a nuestros cuerpos, tanto por la enfermedad como por el encierro, a nuestras economías y a nuestras mentes. Tal vez deberíamos plantearnos de qué manera incidir como colectivo en estas realidades. No se me ocurre una práctica más relacional ahora mismo que reutilizar tejidos y coser mascarillas para todos, ofrecernos por Skype como teléfono de la esperanza, y especialmente repensar el uso de esas instituciones cerradas temporalmente, ¿han de ser transformadas en hospitales de campaña? ¿O en Centros de atención y ayuda? ¿A ningún agente cultural se le ha ocurrido donar la mitad de su sueldo para los que se están viendo abocados a la catástrofe económica de estos días? ¿O creación de fondos comunes para todo un sector de la sociedad que se está quedando en la ruina en cuestión de días? Supongo que es mejor ahorrar para cuando todo esto pase y poder aprovechar más la caída de precios que llegará en algunos sectores, mientras seguimos portando la bandera roja bien alta.
Incluso para aquellos que no quieran salir de sus espacios de confort, apelo a una llamada de acción de todos esos museos y centros de arte que han cerrado sus puertas, así como artistas, creadores y todo tipo de agentes culturales que tomen la iniciativa y, junto a los existentes, desarrollen programaciones especiales que estén disponibles online. ¿Programas diseñados para toda una población cuyos centros educativos han cerrado?
En un momento de incertidumbre en el que no sé cuanto tiempo de soledad me queda por delante, agradecería tener actividades y opciones que palien la incertidumbre y ayuden a recordarnos que, a pesar de nuestros encierros forzados, seguimos siendo parte de una comunidad.
Llevamos años reclamando lo imprescindible de un sector que en los momentos más críticos se pone de perfil a la espera de que todo vuelva a la calma para recuperar unas vidas privilegiadas. No podemos seguir trabajando en programaciones futuras, esperando a que pase la tormenta para regresar una vez más a nuestras vidas de eventos que solo sirven para vestir de gala nuestros egos.
Ha llegado el momento de reconocer que nos hemos dejado llevar por el greenwashing y el leftismwashing, y que no hay tejido que resista tanto lavado ni color que perdure tras muchas horas de sol.
Decrecimiento es un eslogan nada nuevo que ya toca empezar a aplicarse en el ámbito del arte y la cultura, que pasaría por un cambio de paradigma y de valores que nos encaminen hacia otros objetivos y permitan revaluar otros aspectos no cuantitativos que dejen de una vez por todas de lado los mercantiles o los del éxito adulterado.
Reconocer, al fin, que la crisis del Covid-19 nos está recordando que todo está interconectado, que es inconcebible un crecimiento infinito dentro de un mundo finito y que este virus no es más que uno de los ladrillos de aquella Babel que construimos sobre una ciénaga.
Desde la cultura tenemos que enfrentarnos a la complejidad de esta crisis multidimensional con optimismo, determinación y una gran capacidad de anticipación y empatía que nos lleve a trabajar en una alianza común de resultados reales.
Aprovechemos el contagioso poder de las células espejo de nuestro sistema límbico. Está en nuestras manos demostrar que el llamado poder blando o soft power (5) que representa la cultura es un pilar clave de conocimiento, inspiración e incluso coacción positiva hacia la toma de conciencia, y una llamada a la acción en el momento crítico de insostenibilidad sistémica en que nos encontramos. Tomemos consciencia desde el sector de la cultura que, debido a su naturaleza más invisible y su aparente carácter más sutil, se convierte en una herramienta poderosa.
El cambio climático y el covid-19 apelan a lo mismo de lo que nos hablan las imágenes distópicas que han ido ilustrando la catástrofe antrópica de los últimos años: pantanos desecados, incendios forestales, destrucción del Amazonas, animales marinos ahogados en nuestros deshechos plásticos, huracanes y tsunamis, extinciones masivas, comunidades indígenas que desaparecen a marchas forzadas… todas estas tragedias son el síntoma que nos obliga a enfrentarnos al reto de ese cambio de paradigma.
TODO está interconectado.
No es casual que fuera una mujer, Eunice Newton Foote, quien ya en el siglo XIX hablase del cambio climático, aunque hoy en día solo se mencione a Alexander von Humboldt. Tampoco lo es que hace apenas unos meses la Cumbre Mundial sobre el Clima en Madrid fuera un estrepitoso fracaso. Todos estos hechos que pueden seguir pareciendo aislados forman parte de una concatenación de malas decisiones en torno a la gestión del planeta que llevamos siglos arrastrando, como un Sísifo acarreando una pésima gestión del mundo.
Todo esto tiene que ver con el hecho de que no hemos puesto el cuidado de la vida en el centro, y la crisis del coronavirus ha demostrado la debilidad de todo el sistema global, y en especial la fragilidad de un sector como el cultural.
Tal vez esta crisis viene a remover la idea de que somos prescindibles, y que por eso resulta urgente dar un giro copernicano que nos haga indispensables, para que la cultura, además del reflejo de los valores de una sociedad, sea ese único espacio donde aún todo es posible, aunque nada parezca necesario.
Esperemos que una vez haya pasado la crisis de la pandemia no sigamos como si no hubiera pasado nada y que no permitamos que al final, todo lo que ahora nos toca enfrentar no sea más que un reflejo, marchito y decadente, del mundo que hemos creado.
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